martes, febrero 21, 2012

Por qué más es menos

Realmente en esta época de crisis sistémica y económica que vivimos quizás no sea el momento adecuado para hablar de la tiranía de la abundancia. O acaso sea el momento preciso. El caso es que de ella habló hace unos años (2004), y en EEUU, un inteligente y sabio profesor de psicología, Barry Schwartz, en su libro Por qué más es menos. Él observaba estupefacto los estantes de las tiendas de barrio y los grandes almacenes, los menús de los restaurantes, los diversos servicios de telefonía y energía, las opciones de tiempo libre y los paquetes de viajes, entre otras de las muchas cosas que ofrecen los mercados libres, y tenía la sensación subjetiva de que  una proliferación semejante de opciones para elegir en todos los ámbitos de la economía, pese a ser sin duda algo que incrementaba nuestra libertad, tenía algo, indefinible, que la convertía en una pesada carga para el consumidor. Pero ¿de qué se trataba exactamente?

Dándoles vueltas al asunto, investigándolo por su cuenta y apoyándose en los trabajos de algunos otros prominentes investigadores de la psicología y del naciente campo de la economía conductual, Schwartz creyó haber dado con un atisbo de explicación. Todo giraba en torno a la toma de decisiones. Los seres humanos somos decisores racionales, pero hasta cierto punto, lo cual nos aleja bastante del ideal de homo economicus. Nuestras capacidades de procesamiento de información no son ilimitadas, igual que no lo es nuestro tiempo, ni nuestro esfuerzo y, para colmo, tenemos sesgos mentales que inclinan la balanza de nuestras decisiones en muchas ocasiones del lado equivocado. Schwartz acudió al trabajo del Premio Nobel de Economía Herbert A. Simon. Este último había hablado mucho tiempo antes, en la década de los 50 del pasado siglo, de la satisfacción y de aquello susceptible de satisfacer. Valorando los objetos o servicios que adquirimos no sólo por su coste económico sino también incluyendo en la ecuación el de tiempo y esfuerzo, resultaba que la optimización de una compra o adquisición se encontraba en aquel punto en el que dábamos con el producto que cumpliera nuestras expectativas, que fuera lo suficientemente bueno, tanto en calidad como en precio, para que hubieran merecido la pena el tiempo y el esfuerzo dedicados a su obtención, para que compensasen, en definitiva, los costes, a ser posible holgadamente (aportando una utilidad positiva, se mida como se mida).


Schwartz denomina “satisfactores” a aquellos que, sin ser meros conformistas que cogen lo primero que ven, buscan optimizar su compra, pero que en cuanto encuentran algo razonablemente bueno se detienen y eligen. Frente a ellos nos presenta otra figura poética, los “maximizadores”. Estos últimos son personas que quieren obtener lo mejor de lo mejor, algo único que reúna unas cualidades excepcionales en precio, calidad, originalidad, modernidad o lo que al maximizador le pase por la cabeza. El caso es que estas dos figuras poéticas (estos seres ideales), habitan en distinta proporción en cada uno de nosotros, y me atrevería a decir que también en cada uno de nuestros distintos yoes a lo largo de una vida que va de la maximización a la búsqueda de la satisfacción. El maximizador, a la hora de comprar, por ejemplo, un coche, no parará de dar vueltas hasta dar con aquel que cumpla al máximo con sus expectativas ideales (tantas veces irreales), o acaso un libro, o un pantalón, o un servicio de telefonía para llamadas internacionales, o un seguro médico. El satisfactor, en cuanto haya dado un par de vueltas y comparado dos o tres productos, si uno de ellos le satisface, lo tomará y se irá tan contento a su casa ahorrándose quebraderos de cabeza del tipo: “¿y si hubiera mirado en una tienda más?”, y sufrimientos como el de ver, al día siguiente, a un amigo que tiene ese producto que estaba buscando obtenido a mejor precio y más de su gusto. Como  dice Schwartz, aunque con otras palabras, todos llevamos dentro un homúnculo maximizador y otro satisfactor. Pero el problema reside en quién gana la batalla el mayor número de veces. Los que en una escala de maximización realizada por Schwartz daban puntuaciones más altas solían ser bastante desdichados (medido esto con otra escala de felicidad y complacencia con sus propias vidas y elecciones).

Estos personajes, situados ambos en un entorno en el que la toma de decisiones se ve complicada por el creciente número de opciones, disfrutan en distinto grado de la libertad que este creciente número de opciones supone.


Comentaba yo hace no mucho en este blog, hablando de casas de diseño caras y fastuosas, y de sus habitantes que gustosamente las mostraban, que los que padecen envidias suelen ser los más dados a detectar presuntas envidias en los demás, y a los alardes, en cuanto tienen ocasión. Algunos no parecieron entender algo tan sencillo, pero se trata de un principio psicológico básico. Y, de hecho, yo apostaría mis últimos recursos a que esta tendencia a envidiar/alardear es algo innato que sólo la (buena) educación corrige.  No hay más que ver a los niños. ¿Pero qué diablos tiene que ver esto que nos suelta ahora el tal Germánico sobre la envidia y los alardes y ostentaciones con el tema de los maximizadores y los satisfactores, que ya de por sí resulta ser de una subjetividad aplastante? Sencillo: el motor de los maximizadores suele ser el obtener lo mejor de lo mejor. ¿Pero, qué necesidad tiene nadie de tener lo mejor de lo mejor pudiendo conformarse con algo suficientemente bueno y no buscar más y trabajar más para lograr lo mejor de lo mejor (que, por cierto, no existe más que en su imaginación)? Es la lucha por el estatus, propia de primates sociales. Es el deseo de encontrarse en un puesto alto de la jerarquía social, o, lo que es más sorprendente, por un mimetismo perverso, el deseo de parecer que uno se encuentra en ese lugar elevado. ¿Cuántos idiotas no habrán comprado cosas caras en época de bonanza que ahora tienen que vender en estos momentos de crisis? Entonces eran maximizadores a la hora de buscar, por ejemplo, un coche. Ahora, en todo caso serán maximizadores de la minimización del precio, o satisfactores que prolongan la vida útil de un coche menos ostentoso.

El caso es que muchos maximizadores -que según Schwartz en ningún caso deben confundirse con los llamados perfeccionistas- son pobres desgraciados. Es decir, personas en las que prevalece el mecanismo maximizador, ese mecanismo que les hace buscar un elevado estatus a cualquier precio (y en este precio incluimos el precio de Herbert A. Simon: en tiempo, esfuerzo y el puramente monetario). Y por otro lado el satisfactor -que no debe confundirse en ningún caso con un conformista y un pusilánime- es el verdadero maximizador, pues hace el esfuerzo necesario, no más, ni menos, sino más o menos, para obtener las cosas que necesita.



En psicología social, se ha estudiado un fenómeno, muy relacionado con los maximizadores de Shwartz, que los franceses Robert-Vincent Joule y Jean-León Beauvois denominan, en su libro Pequeño Tratado de manipulación para gente de bien, la Trampa Abstrusa. Caemos en ella cuando incurrimos en una pérdida durante un proceso, sea económico o no, y seguimos inmersos en el proceso, que sigue generándonos pérdidas según avanza inexorablemente hacia la ruina, con la esperanza de que, en algún momento, seremos capaces (o el azar nos proporcionará un as para) revertirlo. En la trampa abstrusa cae el maximizador cuando entra en un bucle de búsqueda sin fin de su idealizado producto. Tiene que haber un momento en el que diga basta, pero cuando lo haga puede que ya haya gastado todas sus energías y pueda considerar su búsqueda como un fracaso rotundo. Algunos estudios de psicología social demuestran nuestra obcecación por llevar adelante nuestro proyecto, aunque el coste sea cada vez mayor y la expectativa de ganancia vaya reduciéndose cada vez más. Uno debe saber cerrar el chiringuito a tiempo, para perder menos.

En la Teoría Prospectiva del Premio Nobel Daniel Kahneman y su colega Amos Tversky (que no recibió el premio por fallecer prematuramente) se explica perfectamente el porqué de la trampa abstrusa.  Los seres humanos tenemos aversión a las pérdidas, y las ganancias, cuanto mayores son, menos utilidad marginal nos aportan. Kahneman y Tversky, tras realizar numerosos experimentos y cuestionarios, lo esquematizaron en los ejes cartesianos de forma impecable. En las abcisas se presenta el grado de bienestar o malestar subjetivo con una pérdida o una ganancia. En las ordenadas se mide el valor exacto, en términos monetarios, de dicha pérdida o ganancia. Como la moneda sirve como “moneda de cambio” perfectamente para otras muchas cosas que se pierdan o se ganen, el gráfico puede mostrar nuestras utilidades reales en relación con toda ganancia y toda pérdida, sea de vidas, de oportunidades o de relaciones de pareja.


Cuando tenemos que optar entre, por ejemplo, ganar 100 dólares o jugarnos a cara o cruz entre no ganar nada y ganar 200 tendemos a elegir la ganancia segura. En cambio, cuando tenemos que optar entre perder 100 dólares o jugarnos a cara o cruz el perder 200 o no perder nada tendemos a elegir la opción de arriesgar. Tenemos aversión a las pérdidas más que al riesgo, o a cierto tipo de riesgos difíciles de medir o valorar adecuadamente. Y así el maximizador, cuando debe elegir entre si mirar una tienda más o volver a casa sin nada en las manos (y habiendo perdido una tarde), se arriesgará a mirar la enésima tienda, y caerá de paso en la trampa abstrusa, ese laberinto de decisiones estúpidas concatenadas que lleva casi inevitablemente al agotamiento de los recursos disponibles.


Esto puede parecer una tontería. A fin de cuentas lo que cada cual haga con su cuerpo es asunto suyo. Si quieres perder tu tiempo libre todos los día en el baño aseándote, en el gimnasio dando a tu cuerpo una forma escultural, en el ropero y en las tiendas eligiendo la ropa que más a juego vaya con tu “pechonalidad”, en los rayos uva o la depilación láser o en cualquier otro tratamiento de belleza, nadie te puede reprochar nada. Eres “libre” de hacer las cosas de esa manera. Sin embargo tienes que valorar hasta qué punto ese culto a tu imagen no va en detrimento de tu felicidad. Puedes entrar en una carrera agotadora por lograr ser el mejor de los mejores u obtener los mejores de entre los mejores productos y servicios y acabar atrapado en el agujero abstruso. Es tu elección, eres “libre”. Y acaso también un desgraciado que además de estar abstrusamente atrapado no ha logrado superar la etapa primitiva de jugar con esa moneda lanzada al aire cuyo anverso es la ostentación y cuyo reverso es la envidia.


Pero ¿por qué más es menos? A la luz de las investigaciones recientes en psicología social, economía conductual y psicología evolucionista, lo que parece es que no estamos diseñados para la abundancia, ni para disponer de miles de opciones entre las que elegir, en el consumo diario (bienes perecederos) o esporádico (aparatos estereofónicos, coches, casas) ni para elegir la pareja ideal, la carrera ideal o el lugar de residencia ideal. Nuestro cerebro tomó su forma en la escasez (pocas opciones) y el riesgo. Sobre este último (aunque hablando de otro asunto) nos dijo unas palabras esclarecedoras el escéptico Michael Shermer:
Tenemos tendencia a encontrar patrones significativos en un ruido sin sentido. Ha evolucionado en nosotros la tendencia a suponer que todos los patrones son reales, porque cometer un error de tipo I (falso positivo) es relativamente inofensivo (suponer que un susurro de la hierba es un peligroso predador cuando es sólo el viento), mientras que cometer un error de tipo II (un falso negativo) es muy peligroso (suponer que el susurro de la hierba es sólo viento) cuando en realidad es un peligroso predador que te come de almuerzo). Por tanto, la posición por defecto es asumir que todos los patrones son reales.


Nuestra aversión a la pérdida y nuestra tendencia a arriesgar una vez estamos metidos en ella como en arenas movedizas, y nuestra satisfacción con menos de lo que podríamos ganar si arriesgáramos (siempre y cuando no sea muy grande la diferencia entre ambas cantidades o cualidades), se deben a que seguimos optando como nuestros ancestros en un mundo con un número mucho mayor de opciones, en todos los sentidos, y con riesgos muy reales pero que no se perciben como tales (o se perciben demasiado tarde).


Así que el satisfactor que hay en nosotros debería tomar el mando de nuestras vidas. La crisis obliga, sin duda, y, en ese sentido, aunque sea sólo en ese, es purificadora.


2 comentarios:

gadmin dijo...

Leí este libro hace años. Y, realmente me encantó. El resumen es muy bueno.

Enlazado desde http://unbosqueinterior.blogspot.com/2012/03/abundancia.html

Germánico dijo...

Gracias tardías. He estado perdido por ahí y veo ahora el comentario. Espero que veas tú mi respuesta.

He añadido al resumen algunas cosas que no vienen en el libro y lo he mezclado en el caldero de mi mente de brujo con reflexiones de mi propia cosecha tenebrosa, con lo que como conjunto dista mucho, en resumen, de ser un resumen propiamente dicho. He hecho más bien un popurrí de ideas, cosa a la que, por suerte o por desgracia, soy muy (y cada vez más) aficionado.